miércoles, 6 de diciembre de 2017

El espiritu de la Navidad


¡Como pasa el tiempo!

Parece que fue ayer cuando celebrábamos la Navidad. Un año más llega la hora del sorteo de la lotería, de las compras, los regalos, las cenas, las comidas, los brindis, la misa del gallo, el discurso del Rey y la Noche Vieja. También llega la hora del adoptado Papa Nöel con su tintineante trineo y sus renos y como no, nuestros queridos Reyes Magos con sus camellos cargados de regalos y el roscón a cuestas.

Son las fiestas más tradicionales y familiares de todo el año, en dónde celebramos el nacimiento de Jesús en Nochebuena, despedimos al Año Viejo avisándonos con sus doce campanadas, damos la bienvenida al Año Nuevo que comienza, haciendo promesas que luego olvidaremos y por último los Reyes Magos, a los que esperamos rezando para que no nos dejen carbón. Son muchas fiestas consecutivas, muchos días para celebraciones en familia.

Cuando era niña, al llegar diciembre, recuerdo como buscaba con emoción el musgo y la escoria de las estufas para empezar a hacer mi belén con su niño Jesús en el pesebre, la Virgen María y San José. Mis padres, cada año, nos llevaban a la Plaza Mayor a comprar alguna figurita más para añadir al belén, una lavandera o quizá un pastorcito con su ovejita a cuestas, y como no, lo más imprescindible, la mula y el buey. Aquel ambiente tan navideño mezclado con el olor a castañas asadas, que siempre venían tan bien para calentarse las manos, despertaban mi espíritu Navideño dormido.

Recuerdo a mi madre en la cocina preparando la cena de Nochebuena con montañas de fuentes, bandejas y cazuelas. La miraba fascinada mientras planchaba el mantel de hilo y daba brillo a la vajilla y a la cristalería buena. Toda la familia nos reuníamos alrededor de la mesa adornada con ramitas de acebo sobre las servilletas, mientras los más pequeños con panderetas y zambombas cantábamos villancicos sin descanso delante de nuestro precioso belén.

Reconozco que la Navidad me produce un sentimiento entrecruzado entre nostalgia y tristeza. Algunos ya no están entre nosotros y los que quedamos, que ya vamos teniendo nuestros años, hemos convertido estas fiestas en algo rutinario y monótono.

Toda esta alegría y emoción que sentía de niña la he ido perdiendo con el paso de los años. Quizá el hecho de que no tengamos niños pequeños en la casa y el gasto que conlleva celebrar la Navidad, que para algunos supone un exceso imposible de asumir, hayan influido bastante en que ya no sintamos la misma alegría de entonces.

A pesar del elevado coste de la energía, las ciudades de España se iluminan con millones de luces multicolores. Los villancicos y adornos navideños invaden, sin compasión, escaparates, tiendas y hogares. No importa el frío ni las aglomeraciones, la gente se abriga con gorros y bufandas y se dirige hacía el centro de la ciudad para comprar, los más tradicionales, sus figuritas para el viejo belén y sus adornos navideños. Otros, en cambio, prefieren comprar el importado abeto, cortado sin piedad, para después decorar el salón de sus casas.

Dejando a un lado a la gente más previsora, este es el mes en el que gran cantidad de personas acude a las tiendas abarrotadas de gente, hacen largas colas y sudan la gota gorda para comprar regalos de todo tipo para todos. No importa el derroche, un año más ha llegado la Navidad y hay que rascarse el bolsillo. Las madres de afanan en el mercado comprando el pavo, el cordero, el besugo y los langostinos que servirán para la cena de Nochebuena, a pesar de los descabellados precios, como si no hubiese durante todo el año más ocasiones para comprar lo mismo sin pagar precios tan exagerados.

Llegan fechas muy de comer y muy de beber, la ocasión es buena para los excesos, aunque sepamos que de las buenas cenas están las sepulturas llenas, y comemos y bebemos más que los famosos peces de nuestro simbólico villancico.

Todo está carísimo, pero no importa, hay que comprarlo. Y que más da que venga Santa Claus y Los Reyes, total es una vez al año, he oído decir a algunos, sin pararse a pensar ni de ponerse en la piel de todas aquellas personas que no tienen ni para encender la calefacción.

Hemos convertido estas fiestas en algo comercial, en puro consumismo. Las cadenas de televisión nos bombardean continuamente con anuncios de juguetes, de turrones y de yo que sé cuantas cosas más, en su afán de hacernos comprar y comprar.

Siempre he pensado que estas fechas, con tan claro significado religioso, deberían ser para todos, que todos pudiésemos pasar por el mercado para comprar la cena sin tener que pasar por delante de los puestos de largo, que todas las familias pudiesen sentarse a la mesa para celebrar la cena de Nochebuena.

Muy poco queda ya de la genuina Navidad, la Navidad de mi infancia, la que yo viví en otro tiempo con tanta ilusión, la de la visita obligada a entregar la carta a los Reyes, la de cantar villancicos con la familia, la de ir a visitar belenes y a los vecinos para felicitarles Las Pascuas.

La sociedad de consumo ha robado el protagonismo a lo que de verdad significa el Espíritu de la Navidad, y eso es algo que no se puede comprar.

En fin, a pesar de todo yo sigo sintiendo algo inexplicable en estas fechas y desde aquí quiero desear a todo el mundo, hombres y mujeres de buena voluntad, una muy Feliz Navidad, y, por si acaso, no os pediré el aguinaldo.

P. Sardinero

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