miércoles, 18 de abril de 2018

El portero de la sonrisa

Julián camina cabizbajo y con los labios apretados: se diría que ha olvidado la sonrisa.

Su mujer le repite a diario:

—Algo te pasa querido, has cambiado mucho, tu semblante es como el de un atardecer sombrío.

—Sí, tienes razón, no quería decirte nada para no preocuparte. Es la empresa, sabes: Siento una gran insatisfacción por falta de rendimiento de los trabajadores y me preocupa el ambiente enrarecido que circula por los despachos, pasillos y naves. A veces pienso que es la crisis la causante de esta atmósfera. Creo que algunos de mis trabajadores sufren, sobre todo los más jóvenes que tienen niños pequeños. Sin embargo, hay una minoría que no manifiesta tener problemas y, no obstante, también parecen estar contaminados por la desesperanza. Tengo que hacer algo, pero no sé cómo.

—No te preocupes demasiado cariño. Recuerda como saliste adelante en los primeros años. Aún, tengo muy presente como llegabas tarde a casa, apenas dormías y tampoco tenías apetito, tú que siempre fuiste un glotón. Seguro que algo se te ocurrirá.

Luego, pensativo, besa a su esposa y se encamina al trabajo.

Julián, es dueño de una industria de artes gráficas en Madrid. En ella trabajan 150 empleados. Él mismo creó la firma, principalmente para complacer a sus padres. Estos invirtieron mucho esfuerzo y dinero para que su hijo pudiera formarse en los mejores colegios y cursar estudios empresariales.

Sin embargo, Julián, más que empresario, hubiera querido ser como aquel hombre que sonreía siempre, y a quien él mismo había bautizado, como el portero del metro.

Durante diez años, ha sabido desarrollar ampliamente su capacidad empresarial, obtener grandes beneficios económicos, reconocimiento y prestigio a nivel nacional. Empero, ahora, se siente incapaz de controlar el ambiente tedioso, que advierte en los empleados.

Piensa que algo falta en su industria porque la gente no es feliz. Hace tiempo que nadie ríe, no se hacen bromas, los silencios pesan y únicamente se amortiguan con el ruido de las máquinas, las cuales, movidas por el esfuerzo humano, producen y producen. Después, al finalizar la jornada, se quedan frías, inertes, como el suelo de cemento sobre el que descansan. También los hombres y mujeres se han convertido en una masa que la fábrica engulle y vomita cada día. “¿Por qué han olvidado el saludo, la sonrisa y el abrazo de despedida?” Se pregunta Julián con miedo a que la empresa se convierta en un iceberg de rótulos congelados.

Un día, Julián al salir del edificio, se fija en la mirada congelada del vigilante y descubre que este hombre, que conoce todas las caras que a diario circulan por allí, permanece impasible y en su rostro no se aprecia ni un ápice de deferencia. Julián se detiene y lo mira sin pestañear: “esto no puede seguir así”

En la calle, el aire fresco despeja su mente y se traslada muy lejos. Tendría entonces unos nueve años. Su madre lo llevaba a diario al colegio en el metro:

—Vamos hijo, no te entretengas, que llegarás tarde. Anda, dame la mano.

Él no tenía ninguna prisa, le gustaba mirar la sonrisa de aquel hombre, que desde las escaleras, o en los torniquetes, o en la ventanilla de expender los billetes, saludaba a todos los viajeros:

—Que tenga usted un buen día, que le vaya muy bien, que el viaje sea agradable, buen trabajo, que sea feliz señora…

Estos gestos le bastaban a Julián para ser feliz, y ensimismado él también sonreía con la mirada en aquel hombre amable. Mientras, su madre le tiraba del brazo:

—¡Vamos, vamos, el metro acaba de llegar!

Esa mañana, en el colegio hablaron de las profesiones, y cada niño se pronunció sobre sus preferencias. Julián no tuvo ninguna duda.

—Yo quiero ser portero del metro.

El aula se llenó de carcajadas.

—Pero si en el metro no hay porteros, son Guardas Jurados —contestó el listillo.

—Bueno, como se llamen. Yo quiero ser como él. Me gusta porque sonríe y saluda a todos. Aunque yo creo que la gente va tan deprisa que no se da cuenta. Además, a mí me guiña un ojo.

—Pues yo no conozco a ese señor, porque mi padre me trae al colegio en su coche. Añadió el orgulloso.

Ante nuevas carcajadas, la profesora se enfadó:

—¡Silencio, silencio he dicho! Y tú Julián, piensa un poco, no creo que tus padres te traigan a este colegio, del Barrio de Salamanca, para que seas solamente Guarda Jurado.

Han pasado ya más de 20 años. Ahora, puede reírse de aquellos momentos. Sin embargo, esta noche no puede dormir. La pasa cavilando hasta que idea un plan: por la mañana se adentra en la línea 4 del metro, era allí donde había conocido “al portero de la sonrisa”. Recorre escaleras y andenes pero no lo encuentra. En las oficinas le dan referencias:

—Claro, Edward el moreno, lo conocemos todos. Es un hombre extraordinario. Hemos sentido mucho que se haya ido. Está enfermo y ya no puede hacer este trabajo; sus piernas apenas le sostienen, casi no puede caminar y menos permanecer tantas horas de pie.

Julián no desiste, consigue la dirección del ex Guarda Jurado. Lo visita en su casa. Se hacen amigos y ambos acuerdan un trabajo especial para Edward. Sería en la Empresa Artes Gráficas, como portero. Desde una cabina acristalada saludará a diario a clientes y trabajadores. A ratos podrá pasear por las dependencias para entregar documentos o hacer fotocopias. Y así lo hacen. Y Edward, como antes, como hizo siempre en el metro, ahora en la Empresa de Artes Gráficas siguió interesándose por cada uno de sus nuevos compañeros. Pronto aprendió los nombres de todos y cuando comenzaba la jornada laboral, la sonrisa de Edward se expandía por los rostros de los empleados. Al poco tiempo, la fábrica volvió a respirar un aire cálido, y a pesar de que la crisis duró varios años más, el ambiente se cargó de optimismo, el dueño emprendió nuevos proyectos y los trabajadores unidos, consiguieron vencer las dificultades y volvieron a ser felices.

María Bullón Orgaz.
Abril 2018

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