lunes, 18 de febrero de 2019

Diario de una ciudadana de a pie

Día uno. Estoy en la parada del autobús. El día ha amanecido encapotado, pero creo distinguir a lo lejos un cielo libre de nubes. Llevo unos minutos debajo de la marquesina de mi parada y observo de manera discreta el ir y venir de las personas. La gente ensimismada en sus quehaceres no se percata de mi presencia ni de mi observación. Permanezco amparada a la sombra. Pues llevo gafas de sol de manera continua. De esta manera, mi observación puede ser más exhaustiva, no deja huella en los ojos de los demás. Abrigo la esperanza de que no se den cuenta y empiezo a especular que clase de vida llevan. Hace tiempo que el autobús ha pasado de largo sin darme cuenta. Y el siguiente creo que va a tardar más de lo esperado. Me entretengo en mirar los jardines que hace tiempo nadie los riega. El cerco que los protegía ha desaparecido, ahora queda un baldío terreno que es difícil recuperar. Alguna flor asoma tímidamente recordándonos que empieza la primavera, con tanto empeño que se diría que nos da la bienvenida. Y pienso que, la resistencia que ofrece, la protegerá contra el viento y la marea.

Pero las fachadas irrumpen mi percepción y no logro reconocer lo que en un tiempo fue un bello barrio. Mi incursión de observador cesa bruscamente porque el autobús acaba de llegar. No he estado atenta y me precipito hacia él. No quiero que me vuelva a dejar en el mismo lugar de antes. Sonrío con un gesto que no dice nada. Pero a él, al conductor, no le importa; está acostumbrado a los gestos sin motivo de los usuarios; y responde de la misma manera. Procedo a sentarme. Es habitual que escoja el último asiento. Siempre hago lo mismo. Es un hábito adquirido que no puedo superar. Me da igual que sea un autobús que cualquier otro medio de transporte. Es una manía que tengo. Pero estoy pensando que queda poco tiempo para llegar a mi parada. El tráfico me lo pone difícil y una llamada que no espero interrumpe mis pensamientos. Mi objetivo es llegar, sí, pero no con prisas; estas añaden a mi temperamento emocional un deje de estrés que no puedo controlar. Nada de esto me beneficia. Me predispone en una tesitura que no quedaría bien en una dama. Y me esfuerzo, impulsada por un control que está a punto de desaparecer. Estoy convencida que, antes que llegue mi parada, tendré un magnifico sentido del humor. Hoy es un día diferente, intento poner en práctica las lecciones de cómo ser más feliz con poco. Pero con poco ¿de qué? De amigos, de tiempo, de lugares de ensueño, de vacaciones sin retorno. Dejo a un lado estos pensamientos negativos y me embarco en otras preocupaciones. Tengo que estar a la altura de este compromiso –pienso–, pero no es fácil ser amable y encantadora; supone un gran esfuerzo adivinar en cuestión de segundos cómo permanecer increíblemente inteligente delante de quien no conoces. Pero alguien dijo que es cuestión de práctica. Entones creo que hoy es el día en el que tengo que practicar. Pero hoy es un día especial. Reconozco que lo tengo difícil. No conozco a mis contertulios de mesa. Y la mesa ya está reservada. No pude decir que no. Tampoco puedo predecir si la situación quedara en tablas. Solo tengo que llegar. Cuando llegue a mi parada, sabré si ha sido una buena elección ponerme una falda estrecha y unos zapatos de tacón. Esta es bastante ajustada y los tacones son altos. Bajarme del autobús va a ser un problema; esta contrariedad me distrae. Veré si cuando llegue a mi parada, tendré que hacer alguna maniobra rara para bajarme con discreción y elegancia. Y me pregunto: ¿Por qué no habrá una manera más fácil de subir y bajar del autobús para alguien que lleve falda estrecha y zapatos de tacón? Veré qué puedo hacer. Creo que puede ser una buena reivindicación. Ahora que las mujeres están en el poder. De esta manera habría más zapatos de tacón resonando en las aceras. ¡Esto último no lo digo yo! Por fin he llegado. El lugar es un laberinto de obras, el ayuntamiento ha levantado todas las aceras; las buenas y las malas, no hay por donde pasar. Las grúas invaden todo el espacio por donde los viandantes pasamos a trompicones. Son tan altas que llegan hasta la última planta del Hotel… Dicen que es para rehabilitar los antiguos edificios y convertirlos en hoteles low cost.

Hay un polvillo suspendido en el aire que hace difícil respirar. Las grúas remueven el pavimento abriendo profundos boquetes, desde arriba se pueden ver las profundas cavidades de la ciudad a cielo abierto. Da miedo y piensas ¿si hay un escape de gas donde iremos? Pero el ayuntamiento en base a su buen juicio, ha acordonado un largo y estrecho pasillo por el cual pasamos un ejército de ciudadanos cada día en cuestión de minutos. Apuro el paso para cruzar el pasillo que, sin duda, es el camino más corto. Es de suponer que este lío es provisional. Somos muchos los viandantes que cruzamos por allí. Algunos van con maletas, mochilas y carritos de niños; todos nos aventuramos a tropel por el estrecho pasillo por donde, los que vienen de frente, se topan con los que venimos de atrás. Es un verdadero caos. Pero por fin consigo salir de aquel tapón. Hace tiempo que no voy por allí. Es un verdadero mosaico de gentes de la más diversa procedencia y condición. El idioma inglés predomina según avanzo por la calle; esto me sorprende, y, entonces, alguien se me acerca y me pregunta una dirección que no entiendo porque todo es en ese idioma. Entonces me acuerdo que es un reto que permanece en el olvido. Me quedo en silencio; ¡como me hubiera gustado responder a esa pregunta! Pero respondo brevemente con un clásico: I'm sorry, I don't speak English. Que todo el mundo conoce. Y de esta manera me quito el compromiso y sigo mi camino. El ruido de las grúas persiste, y los agujeros de la calle son cada vez más profundos. Parece una zona abatida… Aligero el paso y me alejo…

Ana Lozano

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