Don José daba clase en un aula que decían que había sido una corraleta*. El patio trasero era un jardín descuidado que nadie pisaba. Él tenía una faringitis crónica y escupía las flemas por la ventana. Los niños a veces inventaban historias sobre ese patio lleno de flemas del aula de don José. Para mi novela, yo inventé un niño que caía enfermo de una enfermedad extrañísima. La cura estaba en una planta que había que buscar en una montaña lejana. A la planta le puse un nombre que todavía recuerdo: baltraza. Los niños de aquel colegio viajaban por el mundo buscando baltraza.
A las cinco de la tarde papá me tenía un horario de estudio. De cinco a siete tenía que encerrarme aunque no hubiera tarea en un cuartito minúsculo que estaba detrás del recodo del baño, y allí me ponía a escribir.
Tenía que llenar una página de mi cuaderno para no quedarme sin recreo, y yo medía cada milímetro de mi tarea:
—¿Y si pongo un diálogo vale?
—Sí –Decía don José.
—¿Aunque sea una palabra?
Aprendí a llenar la página de diálogos con un “sí” o un “vale”, porque así me ahorraba escribir un renglón.
Don José tenía métodos de enseñanza que él inventaba y que le funcionaban. En aquella época tenía una mesa grande con un banco a la derecha donde nos hacía esperar igual que la sala de espera de un dentista. Cuando te tocaba el turno le enseñabas el cuaderno y conseguías el visto bueno para salir al recreo. Pasaban las semanas y la cola de escritores iba menguando.
Ya no recuerdo lo que escribí en aquel cuaderno. Todos los niños de aquella escuela imaginaria se iban a la montaña y sé que yo alargaba las paradas del viaje para comprar las salidas de mis recreos. Mucho tiempo después de aquello, Agustina me explicó su novela, había copiado una de las aventuras de los Cinco de Enyd Blyton. Yo no copié nada porque no leía libros a esa edad. Yo me inspiraba en las viñetas de los viajes de Tintín que hojeaba en el desván de mi casa. El que más me hacía soñar era “Tintín en el Tibet”, pero estaba en francés así que yo tenía que imaginar lo que ocurría en aquellas viñetas sin leer los bocadillos.
Recuerdo que, cuando ya éramos un minúsculo puñado de aspirantes al premio Cervantes los que hacíamos cola, empecé a fijarme en su cara. Yo no miraba a la cara a los maestros, porque les tenía demasiado respeto, pero en el aburrimiento de la espera, descubrí que las cejas de don José ejercían la crítica literaria. Había arqueos de displicencia, desdén, y, a veces, horror. Pero, cuando llegaba el turno de mi manuscrito, vi que don José ponía atención. Jamás hizo otro elogio que el de permitirme salir al recreo, pero empecé a tener la impresión de que don José se había enganchado con aquel relato. Desde su trono de maestro de pueblo, intocable e irascible, aquel hombre tenía curiosidad por un relato que yo, un niño ignorante, fabricaba.
Un día levantó la mirada de mi cuaderno y descubrió la mía. Me había pillado observándolo, y reaccionó al instante, a partir de ese día dedicaba a mi cuaderno un gesto inescrutable y levantaba a menudo la mirada del papel. No volví a mirarlo nunca más, pero yo había empezado a ver mis escritos con otros ojos, ya no eran un vale que canjeaba por el patio, eran una rendija desde la cual yo, un niño de 9 años podía llegar a decir algo a un adulto poderoso.
No había leído ni una novela en aquellos tiempos, yo no era lector como Agustina. La literatura no me decía nada. Pero creo que aquella tarea tan peculiar de aquel maestro de escuela me hizo descubrir lo que es escribir. Se puede decir que don José fue el primer lector que tuve en mi vida.
José Contreras
* Corraleta: en mi pueblo llamamos así a las pocilgas.