jueves, 13 de octubre de 2016

Letizia, colega

Dicen que los toreros —esos exhéroes nacionales que ahora van de mártires porque han pasado a ser villanos para algunos aguafiestas— nunca dejan de serlo por mucho que se corten la coleta. Pues bien, con la autoridad que me dan 30 años de oficio y una querencia de mula torda a hacerme películas, sostengo que los periodistas tampoco dejan de serlo por mucho que les arrolle la Historia. Hace 13 años, la reportera Letizia Ortiz presentó el telediario del viernes y el sábado pasó a mejor vida como futura reina de España. Aun así, apuesto a que Su Majestad mi colega, además de permitirme el tuteo porque bien sabe ella que el que te traten de usted en este gremio equivale a estar muerta, sigue con el gusanillo de querer saberlo todo royéndole las tripas.

Rumiaba eso ayer viéndola tan pluscuamperfecta presidir el desfile y el posterior besamanos de la madre de todas las fiestas. Porque ya tendrá callo, pero elucubro que aún se muerde la lengua teniendo al Gobierno y a la oposición y al quién es quién en funciones de todos los cotarros a tiro y no poder siquiera decir ni que sí ni que no ni que blanco ni negro ni que todo lo contrario. Y todo eso, además, sabiendo que te las van a dar bien dadas hagas lo que hagas. Si colegueas porque colegueas, si callas porque callas, si pantalón porque pantalón, si falda porque falda. Llamadme cortesana, pero, más allá de la soberana impecable, autoexigente, ansiosa, hierática y en ocasiones disuasoria de ciertas citas, la Letizia que prefiero es la que intenta mantener el contacto con la realidad, por pija que sea, yendo a cenar con las amigas, a ver cine de culto o de rebajas a Mango. Es bueno ser reina, menuda noticia. Pero cuando clava su pupila en tu pupila, se le ve todo, todito, todo. Y ya puesta, aprovecho y pido, no sé, una entrevista, un canutazo, un total, un off the record, un lo que sea. El no ya lo tengo y bien sabe ella que en este curro quien no llora no mama.

Luis Sánchez-Mellado. El País

Los Cínicos no sirven para este oficio

No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. La relación con los seres humanos es el elemento imprescindible de nuestro trabajo. En nuestra profesión es indispensable tener nociones de psicología, hay que saber cómo dirigirse a los demás, cómo tratar con ellos y comprenderlos.

Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina «empatía». Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás.

En este sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos.

El verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. Hablo, obviamente, del buen periodismo. Si leéis los escritos de los mejores periodistas –las obras de Mark Twain, de Ernest Hemingway, de Gabriel García Márquez–, comprobaréis que se trata siempre de periodismo intencional. Están luchando por algo. Narran para alcanzar, para obtener algo. Esto es muy importante en nuestra profesión. Ser buenos y desarrollar en nosotros mismos la categoría de la empatía.

Sin estas cualidades, podréis ser buenos directores, pero no buenos periodistas. Y esto es así por una razón muy simple: porque la gente con la que tenéis que trabajar –y nuestro trabajo de campo es un trabajo con la gente– descubrirá inmediatamente vuestras intenciones y vuestra actitud hacia ella. Si percibe que sois arrogantes, que no estáis interesados realmente en sus problemas, si descubren que habéis ido hasta allí sólo para hacer unas fotografías o recoger un poco de material, las personas reaccionarán inmediatamente de forma negativa. No os hablarán, no os ayudarán, no os contestarán, no serán amigables. Y, evidentemente, no os proporcionarán el material que buscáis.

Y sin la ayuda de los otros no se puede escribir un reportaje. No se puede escribir una historia. Todo reportaje –aunque esté firmado sólo por quien lo ha escrito– en realidad es el fruto del trabajo de muchos. El periodista es el redactor final, pero el material ha sido proporcionado por muchísimos individuos. Todo buen reportaje es un trabajo colectivo, y sin un espíritu de colectividad, de cooperación, de buena voluntad, de comprensión recíproca, escribir es imposible.

Ryszard Kapuscinski

lunes, 10 de octubre de 2016

Autoridad

En cualquier familia o grupo de amigos, siempre hay alguien que se encarga de curar las heridas. Nunca es la persona que más chilla. No le gusta jurar, ni dar golpes en las mesas. Suele tener sentido del humor, responsabilidad y paciencia, esa calma interior que identificamos con el buen carácter. No necesita más para tomar café un día con uno, invitar a otro a una copa, llamar por teléfono a un tercero, y así, antes o después, conseguir que todos recuerden que existen cosas más importantes que sus intereses momentáneos. El cariño, el largo camino que han recorrido juntos, la memoria compartida, la vida por delante. Cuando se restablece la paz, no se le atribuye en voz alta, pero nadie discute su autoridad. Porque quienes son capaces de resolver conflictos ejercen un poder pacífico y profundo, que emana de su propia calidad y les sitúa por encima de los que se dejan arrebatar por la ira. Esa figura ha desaparecido de la política española, un ámbito furioso donde sólo sobreviven los gritos, los puños cerrados, las ansias de venganza. El Parlamento catalán convoca un referéndum unilateral, el Gobierno en funciones celebra que el Constitucional pida el procesamiento de su presidenta, la gestora del PSOE advierte que no va a tolerar diputados díscolos y los presuntos referentes morales de los partidos intervienen para pedir más sangre. La falta de Gobierno parece producir el mismo efecto que la ausencia de la maestra en un aula de primaria. Nada resulta tan infantil, tan inmaduro, como identificar la autoridad con la arrogancia, los desafíos y la violencia de cualquier tipo. Cuando la maestra vuelve a su mesa, los niños dejan de alborotar. No distingo en el horizonte político ninguna autoridad comparable a la suya.

Almudena Grandes. El País.

martes, 4 de octubre de 2016

The Imitation Game

Morten Tyldum, 2014, Benedict Cumberbatch, Keira Knightley
La vida de Turing debe estar llena de sutilezas; la película de Tyldum las reduce a unas cuantos hechos fácilmente enunciables. Turing era insociable y proclive a hacerse enemigos desde el colegio. Turing era homosexual y sufrió persecución por parte de la legalidad intolerante de la Inglaterra de los años 50. Fue obligado a seguir una terapia hormonal para no ir a la cárcel acusado de conducta inmoral. Por otro lado, Turing construyó una máquina para descifrar otra máquina que habían creado los alemanes para encriptar sus códigos durante la guerra. Y la máquina sentó las bases de la computación moderna.

Cuando Turing descifra los códigos alemanes se encuentra a sí mismo jugando a ser dios, o bien, a una partida de ajedrez infinita. La cuestión es ésta, si los británicos usan los códigos para salvar vidas, los alemanes dejarán de comunicarse con ellos, con lo cual, tres años de investigación no habrán servido para nada.

Los británicos dejaron que los alemanes hundieran sus barcos y diezmaran sus tropas dentro de un margen de probabilidad razonable para que los propios alemanes no supieran que sus códigos eran descifrados a diario. Los rótulos de la película afirman que sin la máquina de Turing la guerra habría durado dos años más. Dejar morir a unos pocos salvó a muchos. Cualquier militar entendería esta lógica, porque cualquier militar entiende que el único fin en la guerra es ganar.

Pero enfocado desde mi profesión, dejar morir a un solo inocente es inaceptable. Si tú eres un médico o un profesor, no puedes admitir sacrificios, ni precios. Para un trabajador social solo puede haber principios. Nadie puede pedirte que sacrifiques la vida de un bebé para conseguir un tratamiento que salvará la vida de otros miles de bebés.

La ética militar no funcionaría en un hospital, o en un colegio. Y una ética basada en los principios llevaría a cualquier ejército a perder la guerra.

Jose C.