Sonia Chamorro
Con este relato corto ganó mi madre el concurso del programa de radio “La Gramola” de la Ser, de Juan José Millás, entre otros. Pero es que luego ganó en otra convocatoria: al abrir el sobre secreto, Millás dijo “Hombre… ¡Rafaela!”, pues a ella, a mi madre, le pidió que leyese ella misma en las ondas su relato, cosa que nunca se hacía con nadie. Su simpatía e ingenuidad hicieron mella en él.De pequeña, era tan buena estudiante que su profesora fue a pedirle a mi abuela que le permitiese pagar de su propio bolsillo sus estudios. Mi abuela se negó. De estudiar, sería el hijo varón primogénito quien lo hiciese. Había que traer dinero a casa.
Y así se hizo: con unos exiguos estudios de mecanografía, taquigrafía y poco más, entró a trabajar en un ministerio. “La Grace Kelly de la oficina” la llamaban. Diseñaba sus vestidos y, con la misma tela, se hacía forrar los diminutos botones y los zapatos a juego, de tacón de aguja bajo. A veces se recogía su espléndida melena en moño italiano y le daba un aspecto muy Hitchcock.
Tuvo una época bohemia, por la que yo le interrogaba. Me hablaba de su pandilla, de su amigo pintor Gabi (de los pocos copias oficiales del Museo del Prado), del estreno de “Historia de una escalera” de Buero Vallejo, pues era pasión lo que sentía por el teatro, de cómo asistía asiduamente a los ensayos del Real por no pagar la carísima entrada, de cómo estuvo a punto de irse a Londres de au pair…, y entonces conoció a mi padre. “Se me doblaban las rodillas cuando se me acercaba en el autobús”.
Al casarse, como era costumbre con Franco, mandaban a casa a las funcionarias. Pasaban bajo la tutela del marido y además no querían que le quitasen un puesto a un hombre.
Ya en democracia pleitearon y pudieron volver. Yo, la pequeña de sus cinco hijos, debía tener diez u once años cuando se reincorporó. Daba gusto verla ir a trabajar con sus trajes de chaqueta de tres piezas, con blusa de seda en verano y jersey de angora en invierno. Tan guapa, tan persona, tan profesional.
Los trabajos más delicados, de previsión de presupuestos, unos cuadros complejos, el jefe se los reservaba a mi madre, por su eficacia y gusto mecanográfico. Trabajaba con ella una chica, más joven y que había entrado por oposición. Esta, rabiaba mucho con esta distinción de trato con la que el jefe le reconocía a mi madre el trabajo bien hecho, pues ella se consideraba más válida por edad, formación y aparente rapidez. Esta psicópata enamorada de Sánchez Dragó (sí, ese escritor estomagante, el del sexo tántrico), se encargó de hacerle la vida imposible. Más de una vez volvió la pobre llorando, empañando el mobbing la alegría de su vuelta.
Fue guapa, inteligente, sensible y culta, a pesar de no haber tenido una educación formal amplia, algo que le causó un complejo que arrastró toda su vida. Su entusiasmo por todo, a veces casi infantil, contrastaba con una depresión plomiza, que se hizo crónica.
Nos educó, a los cinco, en el amor por la música, la pintura, la emoción de lo bien escrito, en ser sensibles a lo bello, en todas sus formas.
Valga la publicación de su relato como homenaje a una mujer que lo dio todo. Puede que demasiado. Siempre la última en acostarse y la primera en estar levantada. Gracias mamá. Descansa, que te lo has merecido.
Relato premiado por Juan José Millás en el programa “La ventana” el viernes 2 de abril de 2001
1 de marzo de 2001
Según me voy haciendo mayor, muy mayor, recuerdo más a menudo hechos ocurridos en mi infancia, que transcurrió, hasta casi los seis años, en un pueblo.
Vivíamos en una casa con un portal muy grande, que tenía una puerta a la izquierda, que era la portería. Alguien debió morirse allí. Tenían la puerta abierta y, en el centro de la habitación, se veía un ataúd en el suelo. Alrededor, la gente, vestida de negro, sentada en sillas, rezaba el rosario. Mi madre me había mandado a casa de una tía mía que vivía a la vuelta de la esquina a pedirle unas cebollas que le hacían falta para el guiso que estuviera haciendo. Cuando volvía y entraba en el portal con las cebollas en la mano, salió una señora, me cogió de la mano y tiró de mí. Me fue pasando por delante de los que rezaban, diciéndoles no sé qué. Yo estaba aterrorizada, mirando al muerto.
Cuando me dejó en la escalera y subía a mi casa, recuerdo que me iba haciendo pis, empapando hasta los zapatos, mientras apretaba con fuerza las cebollas.
Nunca supe por qué hizo aquello esa señora, pero aún menos por qué mi madre se reía tanto cuando se enteró de lo que había pasado.
Pero recuerdo que, más que el miedo de ver al muerto, sentía el pánico de que se me cayeran las bragas en cualquier momento. Se había roto la goma de la cintura y yo intentaba sujetarlas con más fuerza que a las cebollas.
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