Cuando mi padre concluyó esta etapa escolar, el maestro fue a hablar con mi abuelo. Le dijo que el niño valía para estudiar, y, que si era cuestión económica, él mismo le ayudaría a buscar becs y medios para que pudiera hacerlo. Mi abuelo le dijo que sus otros dos hijos ya estaban trabajando en el campo y que mi padre no iba a ser “un señorito” y sus hermanos unos campesinos. ¡Qué no! Que todos sus hijos serían iguales y él también trabajaría en el campo.
Cuando terminó la guerra, mi padre se trasladó a vivir a Madrid. Buscó trabajo, se casó y fundó una familia.
Para mantenerla, tuvo que buscar dos trabajos que le tenían ocupado de lunes a domingo.
Se pasaba los días trabajando y siempre nos decía que si su padre le hubiera dejado estudiar, su vida habría sido muy distinta.
Él quería que todos sus hijos estudiáramos, para que no nos pasara lo mismo que le sucedió a él. Pero ninguno le hicimos caso, lo cual siempre le causó pena mientras vivió.
A mí, a pesar de mi condición de mujer, también me animó a hacerlo, pero yo no quise.
Acabé el colegio a los catorce años y comencé a trabajar.
Más tarde, me casé y me dediqué a cuidar a mi familia y mi casa y no eché de menos el no haber estudiado.
Han ido pasando los años y ahora que ya estoy en la tercera edad, me han entrado las ganas de conocer todo eso que nunca quise aprender. Ahora me gustaría saber tanto como los profesores que me enseñan. Ahora que lo que aprendo hoy, lo olvido mañana. Ahora que ya no me va a solucionar económicamente la vida lo que aprenda. Ahora es cuando me doy cuenta d elo equivocados que estábamos mi abuelo y yo. Ahora.
Ahora, si mi padre levantara la cabeza, me diría:
—¡Cabezota! Eso lo tenías que haber sentido antes. ¡Ya te lo decía yo!
Y yo le constestaría:
—¡Cuánta razón tenías papá!
M.G.
No hay comentarios:
Publicar un comentario