He descubierto que en un mundo donde se puede comunicar tantas cosas con tanta facilidad, sigue habiendo poco que contarse, y que el rencor y los silencios siguen siendo tan extensos como lo fueron siempre. Que da igual una cara larga que un doble tic de whatsapp que jamás se pone de color azul.
Todo lo que hemos ganado en capacidad de divulgación, lo hemos perdido en intimidad. Seguimos siendo igual de idiotas, pero ahora, el hecho, es constatable por muchas más personas. Usamos twitter y facebook como si fuéramos las estrellas de un reality show en horario de máxima audiencia. Acariciamos nuestro ego con la sensación de que nuestro desayuno y la última frase que cruzó nuestra mente son tan importantes como la paz en Oriente Medio. La humildad, esa virtud que tienen los sabios y los prudentes, no se duplica al mismo ritmo que los megahercios de los procesadores.
Nos empeñamos en ignorar los peligros de tanta visibilidad. El pequeño odio, la frase fuera de contexto y la que es fruto de un momento de ira, se quedan ahí, colgadas para siempre. Igual la foto de los amantes desinhibidos, la chica que en un momento de frenesí se deja hacer una foto comprometida y ya no podrá frenar su divulgación aunque destruya todos los dispositivos del mundo. Esas cosas también perduran para siempre. Creo que en ninguna época anterior la información fue tanta, y creo que en ninguna época, igualmente, las afrentas y la vergüenza tuvieron las dimensiones que han alcanzado en la nuestra. Creo, también, que los adolescentes que aprenden a usarla con tanta facilidad no llevan incorporado en el kit de sus habilidades el mismo grado de responsabilidad que requiere semejante poder.
José C.
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