Esta noche crecerá la Semilla de Luna
Como hiedra trepadora
Esta noche sonará el latido enloquecido del alma
Nuestras voces remontarán el viento
Esta noche contaremos las estrellas
Y subiremos a recogerlas
Quiero que nos subamos al Cielo
Quiero ver desde el Aire la Tierra y el Mar
Yo no quiero morirme
Yo quiero subir y poder bajar
Quiero que nos subamos al cielo
Llegado el momento, salimos en silencio a la noche, con un nudo en la garganta y el corazón deseando escaparse. Arnés, cuerdas, crampones mordiendo con sus colmillos la nieve en un extraño beso. Somos los últimos, no hay prisa, vamos despacio… el cielo no caerá esta noche sobre nuestras cabezas. No lo hará, ahora que queremos subirlo. Ante nuestros frontales sólo tenemos nieve, más allá nada. No hay montañas, todo ha desaparecido. Miramos impresionados la escalera de luces que forman las ilusiones de hacer cumbre.
Cohorte celeste suspendida en el infinito.
Caminamos. Habladores, caminamos al principio.
Caminamos. Pensativos, caminamos concentrados.
Hacemos juntos la primera subida. Luego vendrá otra. Y otra más sin vuelta atrás. Con lágrimas secretas despedimos a un compañero que no puede continuar. No será lo mismo ya. Nos ordena que sigamos adelante, que lo consigamos por él.
“El Mont Blanc nos pone a cada uno es nuestro lugar, nos devuelve un reflejo real de lo que somos”.
¡Qué sabio eres siempre!
Obedecemos con la promesa de llenar su ausencia con el recuerdo de jornadas compartidas en el pasado.
Va clareando… Nos sentimos dentro de postales irreales al adivinar la silueta de las montañas, sus esbeltos picos nos rodean. Todos tienen nombre pero no nos atrevemos a decirlos. Insignificantes, somos como manchitas en una sábana limpia, inacabable.
Frente a nosotros se levanta una de las paredes de hielo más bellas para trepar. Mientras el Sol nacido nos saluda calentando huesos y ánimo, hacemos amigos en la espera del Maudit.
Nos toca turno y subimos suave, acariciando, apoyando piolet y crampones sin agredir. Sabemos que no nos dejará caer, esta vez no. La unión es completa.
Acabamos de vivir un momento de pura magia.
Caminamos. Llenos de alegría caminamos.
Caminamos. Hacia la cumbre cada vez más cerca caminamos.
Descansamos sobre nuestras mochilas admirando uno de los muchos glaciares que duermen en los Alpes, nos perdemos en los mil y pico contando tanto pico, sacamos fotos hasta echar humo las cámaras. Resumiendo, la gozamos.
Última subida. ¿Quién dijo que sería fácil?
Es una ladera, no tiene ningún misterio, pero es ahí donde los tambores de adentro te revientan las sienes, el corazón escupe maldades y se te va la vida metro a metro. Se ven hombres de montaña hincados de rodillas, derrotados. Personas acostumbradas a largas travesías sufriendo por no se sabe qué extraña razón. Patanes llevados a rastras por guías que mamaron hielo de glaciar y nieve en sus biberones.
Todo el ser se nos revuelve mientras ascendemos, pero estamos tan cerca, casi la podemos tocar que nos crecemos. Y el muchacho que parecía menos fuerte recoge los trastos del compañero caído, y le come la oreja con palabras de ánimo hasta que consiguen la cumbre.
Hacemos de tripas corazón y vamos contando los pasos que damos de diez en diez, para que queden menos.
Y llegamos. Por fin, la cumbre… ¿Dónde está? Aquí no hay nada.
Nos quedamos perplejos. ¿Decepcionados? Ahora sabemos que no. Pero ha tenido que pasar un mes para darnos cuenta de lo que llegamos a conseguir.
Una ruta por los cuatromiles de nuestro interior. Un encuentro con el yo oculto que asoma raramente en circunstancias normales por educación, y que en el entorno extremo de la naturaleza aflora salvaje y sin vergüenza.
Cada uno con su reflejo. Eso es Mont Blanc: Mont Miroir, Mont Regard, Mont Toi Même.
La bajada es otra cosa. Nos dejamos llevar.
Seguimos una arista preciosa que nos muestra la grandeza de lo creado, seguimos unos pasos marcados por miles de compañeros que nos precedieron y que sintieron parecido a nosotros, seguimos y aprendimos.
Y la casa se nos cae encima cuando llegamos, porque hemos vivido sin techo durante unos días, porque hemos vivido sin necesidades de más.
Porque hemos subido al Cielo.
Cristina González Plana
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