Hacía cinco años que María Callas y Aristóteles Onassis habían cortado su romance. Pero en 1973 Onassis, decepcionado de su relación con Jakie Kennedy, buscó de nuevo a María. He querido revivir este momento.
En la ventana de su apartamento del tercer piso de la Avenida Georges-Mandel estaba ella. Su figura esbelta se dibujaba nítida al contraluz por detrás de los cristales de la ventana cerrada. Hierática, sin mover un músculo, como una cariátide petrificada parecía esperar que algo apareciera allá abajo en la calle y así fue. Sus ojos se fijaron en una figura que avanzaba por la calle alejándose de su casa muy lentamente. Ella era la diva, la diosa de la ópera de los años cincuenta.
Aquel hombre de 67 años parecía dudar si seguir andando o pararse o volver sobre sus pasos. Era más bien bajito, un metro, sesenta y cinco de estatura, (la dama de la ventana le sacaba casi diez centímetros), elegantemente vestido. Se le veía abatido, desilusionado y humillado. ¿Acaso estaba enfermo? Probablemente.
La dama de la ventana era María Callas y andaba rondando los cincuenta. Seguía vigilando desde la ventana. El hombre no la veía, pero ella no perdía de vista ni un solo movimiento de aquella persona. El corazón se le salía del pecho mientras le miraba alejarse y hubiera deseado gritar y decirle
—Ven, vuelve aquí, que sí que te voy a abrir mi puerta y mi corazón. El hombre era Aristóteles Onassis.
Pero ella no se movió del sitio. Su mente le impedía dar el paso definitivo.
—Aris me has hecho mucho mal. No puedo volver a empezar. Mi corazón me grita desesperado que te vuelva a recibir entre mis brazos ardorosos. Pero sé que será otro error más de los que he cometido contigo. Tú y yo estamos destinados a vivir y morir destruidos por el amor.
A su mente le vino aquella escena imborrable del año 1959 en el yate Cristina. María estaba entonces en la cima de su carrera como cantante de ópera. Era la diva del momento. La única, la irrepetible. Encandilaba al público de los cinco continentes. La Scala, el Metropolitan, París Londres, Madrid… se la rifaban.
—Y entonces tú llamaste a la Elsa Maxwell y le dijiste “Mi mayor ambición es llevar a María a la cama y tú debes ayudarme”. Así, como suena, me lo contó la pobre Elsa a la que dejé años sin cantar en la Scala de Milán porque yo les dije a los empresarios del teatro: “o esa basura o yo” y nunca la volvieron a contratar mientras yo estuve en activo, pero es que tu querida Elsa me describiste “como una puta sin corazón”. Luego acabamos siendo amigas inseparables, hasta el punto que la gente llegó a comentar si no había algo entre nosotras, si estábamos liadas. Bueno, el caso es que, querido Aris, tú sabías que yo asistía a las fiestas de Elsa y te valiste de ella para concertar aquella cita en el Hotel Dorchester de Londres a la que debíamos asistir yo y mi marido Meneghini. Allí nos invitaste a lo que iba a ser el inicio de nuestra gran aventura de amor, un crucero en tu lujoso yate Cristina.
El hombre bajito busco un banco en que descansar. Sus 67 años y su corazón roto le pidieron un descanso a él que había recorrido el mundo una docena de veces y era uno de las fortunas mundiales de Forbes.
—María , he venido a buscarte. Tú no puedes imaginar cómo necesito esta conversación contigo. Necesito pedirte perdón y explicarte mil cosas que te permitirán comprenderme un poco y, acaso, si te fuera posible me dejaras entrar en tu vida de nuevo. Sé que te destrocé el corazón aquel día que invité a Jackie a mi yate Cristina lo mismo que te había invitado a ti nueve años antes.
María le vio sentado en el banco y sintió dolor. ¿Qué estaría tramando? Ella no se podía mover de la ventana. El parecía otro hombre, empequeñecido y encorvado.
—¿Qué te ha pasado Aris? Adonde esta aquel que fue mi amante de la primera noche en el yate, fuerte, adorable, incansable. Siempre tu yate, para bien y para mal. Para el amor y para la destrucción. ¿Recuerdas aquella orgía? Habías invitado al matrimonio Churchill y al mandamás de la Fiat y a su esposa. Fue una orgía en toda regla. El Churchill me pidió que cantara algo para él y yo le mandé a paseo. Pues sí que estaba yo para cantes. Las parejas se habían dispersado y andaban liados unos con otras sin ningún pudor. Muchos andaban desnudos por el barco entre ellos tú y yo. Allí se había perdido todo sentido de pudor y honestidad. Mi marido, que entonces tenía cerca de sesenta años, andaba el pobre mareado por el yate. Yo le dije sin contemplaciones “pues vete a la jodida cama”. Estaba de repente loca por ti y no me importaba nada más que el que estuvieras a mi lado, tú solo. Aquel día fue nuestro primer día de amor al que siguieron tantos otros. Nadie podía separarme de tu lado en ese momento , incluso llegué a insultar a muchos de tus invitados porque no quería que nadie se interpusiera entre nosotros. Que me robasen algo de ti.
Luego vino lo inevitable. Yo estaba loca por ti y tú estabas hechizado por mí. Me llevaste a tu camarote privado y allí nos besamos, nos exploramos incansablemente y nos amamos, nos amamos con locura. Yo nunca había amado así a nadie y tú estabas absolutamente encendido de pasión. Y entonces apareció en el camarote tu mujer. Yo la insulté y la eché de allí. No es que yo no tuviera corazón, es que en aquel momento nadie podía separarme de ti, ni tu mujer, ni dios, ni cielo, ni infierno. Fue el inicio de ese amor nuestro que siempre fue una mezcla de amor y destrucción.
—María, hemos hecho daño a gente inocente. Pobre marido tuyo. Tú le habías confesado a Roger Normand que tu marido no estaba capacitado sexualmente para cubrir tus necesidades. Pero si tenía entonces cerca de 70 años. Al día siguiente de nuestro encuentro en el Cristina, después de que tú echases sin contemplaciones a mi mujer del camarote tuvimos que arreglar cuentas con tu marido. Nos reunimos con él para terminar una situación que, por supuesto, era insostenible. Tu marido se planto ante mí un tanto desafiante y me dijo: “Que le puede ofrecer a María un hombre como tú, salvo dinero? Y entonces yo, ¿recuerdas la escena? me señalé la bragueta y le dije: “esto es lo que puedo ofrecerle a tu mujer”. Tu marido me escupió y se marchó.
—Me divorcié de mi marido al día siguiente, porque estaba loca por ti. Yo esperaba que tú hicieras lo mismo con tu mujer, pero no lo hiciste. ¿Por qué? ¿Por qué no te divorciabas de ella? Tú ya no la querías. En aquel momento yo estaba ciega y te veía como a mi dios. Todo lo que hacías estaba bien. Luego comprendí algo mejor qué era yo para ti, cuando lo de nuestro hijo. ¿Te acuerdas de nuestro hijo? ¿ el que nunca nació? Yo tenía los cuarenta ya cumplidos y deseaba más que nada en el mundo tener un hijo. Llevábamos seis años juntos y nos seguíamos amando con la misma pasión loca del los primeros encuentros. Entonces en aquel día de primavera de 1966 el doctor me dio una de las mayores alegrías de mi vida. Me dijo que estaba embarazada de dos meses.
Corrí a comunicártelo y, ¡ay dios! me dejaste helada con tu reacción. El mundo se me vino encima cuando me dijiste: “Si lo que quieres es atarme con ese bastardo que llevas dentro, lo llevas claro”. Eso me dijiste, tú, bastardo tú, sin corazón, y yo ¿qué hice, ciega y estúpida? Al día siguiente fui a abortar y no sólo eso sino que me operé para no tener ya nunca más hijos. Para no darte más disgustos. Dios mío, para no disgustarte….
[Continuará]
E. V. Calleja