(Este es mi pequeño homenaje a dos personas maravillosas que desafortunadamente estuvieron muy poco tiempo entre nosotros. Nunca en la vida os podré olvidar así como nunca, jamás os dejaré de querer. Siempre estaréis en mi corazón.)
Mi madre, aunque nacida en Madrid, tenía familia en este pequeño pueblecito ubicado a los pies de los Picos de Urbión (Soria). Mi abuela materna era de allí y allí quedo toda su familia al completo cuando ella, recién casada con mi abuelo, se vino a vivir a Madrid.
Desde muy niña comencé a viajar a Covaleda. Eran estancias cortas en diferentes épocas del año y siempre con el objetivo de visitar a mis tíos. Pero aquel verano mis padres decidieron que podría ser toda una experiencia dejarnos allí con ellos. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.
A pesar del mucho tiempo transcurrido aún conservo intactos en mi memoria aquellos días de verano maravillosos que llenaron mi infancia de verdadera felicidad.
Contaría con apenas seis o siete años cuando pasé aquel, mi primer verano, en Covaleda, aquel pueblecito mágico y peculiar, de calles empinadas y casitas de piedra, rodeado de valles y montañas plagadas de pinos, tan altos que apenas dejaban ver el cielo. El rio Duero, que nace no muy lejos de allí, en lo más alto del Urbión, transcurre a sus pies bañándolo con sus cristalinas y frías aguas. Aún puedo recordar el olor a pan recién hecho, a leña cortada y a humo de las chimeneas. En aquellos meses de verano, cada día, cada minuto, cada instante que pasaba allí me obsequiaban con una vida diferente y desconocida, una vida que era imposible vivir en Madrid.
Aquel año y finalizado el curso escolar, toda la familia emprendimos viaje hacía Covaleda, a la casa de mis tíos. Como siempre mi padre alquiló un coche para desplazarnos hasta allí y allí pasaron unos pocos días, transcurridos los cuales regresaron a la capital con bastante pesar. Ese año mi hermana pequeña y yo nos quedamos en la casa con mis tíos, aquella casita de piedra con un letrero grabado en la piedra sobre la puerta principal, en el que se podía leer:
«Alejandro y Bernabea y el año de su construcción».
Mi tía Bernabea, la hermana mayor de mi abuela, era una mujer curtida y ajada por el sol y el duro trabajo del campo. Su padre quedo viudo muy joven con una buena prole. Se volvió a casar de segundas y su nueva esposa resulto ser una genuina madrastra de cuento. Mi tía, siendo aún muy niña, tuvo que trabajar muy duro y encargarse de todos sus hermanos pequeños para salir adelante.
La recuerdo como si la tuviese delante de mí ahora mismo. Siempre vestida de negro, su pelo largo, ya cano, que cepillaba y trenzaba cada día, para luego recogerlo en un pequeño moño en la nuca. Era fuerte como una roca, pequeña, delgada y menuda, con un genio endiablado que escondía su infinita ternura.
Alejandro, mi tío, no era muy alto, pero tampoco muy bajo, tenía los ojos claros y una mirada limpia llena de dulzura. Todos en el pueblo le conocían por el Zurdo. Su apodo venia del juego de pelota que practicó durante sus años de juventud y prácticamente el único divertimento en el pueblo.
Le recuerdo con su boina negra y su librillo de tabaco liándose un cigarro. Todas las mañanas se sentaba en su sillón de mimbre junto a la lumbre para picarse unas migas y prepararse sus sopitas matutinas. Cuantas veces habré jugado con su boina, y cuantas veces le hice rabiar quitándosela y poniéndosela.
Ellos nunca pudieron tener hijos, cada vez que mi tía quedaba en cinta, por alguna razón, se malograba su embarazo. Yo creo que por eso nos querían tanto, o quizá no fuera por eso, nunca lo sabré.
Algunas noches, desde aquel sillón y sentados junto a la lumbre, mi tío, solía contarnos historias para entretenernos un rato. Recuerdo especialmente la de un lobo que bajo al pueblo en una fría noche de invierno a buscar comida.
Comenzaba así:
Todo estaba oscuro y nevado, las calles vacías y en silencio. La gente dormía ya en sus camas. En lo más alto del pueblo, y sin hacer el menor ruido, se distinguía claramente su aterradora silueta. Era totalmente blanco y sus ojos del color del fuego.
No era muy común que los lobos bajasen al pueblo, pero aquel invierno fue especialmente duro para todos. El lobo sembró de huellas, con sus aterradoras garras, las calles nevadas de todo el pueblo. A la mañana siguiente la gente no hablaba de otra cosa. El lobo no pudo entrar en ningún corral, pero la gente estaba asustada. Entonces los hombres decidieron hacer batidas por el monte para encontrarlo, pero nunca le encontraron. Dicen que nunca volvió a bajar al pueblo. Algunos contaban que solamente en las noches de invierno, noches de luna llena, se le oía aullar allá arriba, en lo más alto del monte, mientras su silueta de dibujaba en la espesa bruma de la noche. Yo ya podía verlo en mis sueños.
Cuando cierro los ojos y pienso en aquellos días, puedo ver aquella casa y aquel pueblo sin omitir un solo detalle. La casa construida toda de piedra y con dos balcones a la calle principal, levantada en una calle empinada sin nombre. Tenía dos plantas y un desván. En el piso de abajo estaba la cocina con su hogar de leña situado sobre una plataforma en el suelo y una gran chimenea. Una pequeña mesa con cuatro sillas y el sofá de mimbre de mi tío conformaban todo el mobiliario. Sobre una pequeña estantería, en la pared, estaba la radio. Este era el único lujo con el contaban y que apenas si cogía una emisora RNE. En el poyete de la ventana de la cocina había una caja de lata dónde guardaban sus preciados tesoros. Aquellos tesoros no eran otros que todas las cartas que les escribíamos durante el año. Al fondo de la cocina había una puerta que daba paso a la despensa. Era un cuarto estrecho y alargado con las mismas vigas de madera en el techo que había en la cocina, ennegrecidas ya por el humo de tantos años. Dentro solo había un gran baúl de madera donde mi tía guardaba los pocos utensilios de que disponía. De un viejo clavo en la pared pendía la bota de vino y sobre el poyete de la ventana el porrón, siempre lleno de vino. El porrón siempre estuvo solo en aquel cuarto, majestuoso y único, hasta que un día apareció con dos pequeños porroncitos a su lado. A partir de aquel día mi hermana y yo comenzamos con la complicada tarea de aprender a beber de aquel chisme Os aseguro que mi tío fue un gran instructor, claro está que a nosotras solo nos ponía gaseosa dentro.
Al fondo en un rincón oscuro estaba la tinaja de barro con el lomo de orza. Solo se sacaba en las grandes ocasiones. Del techo colgaban algunos chorizos y dos o tres jamones que ellos mismos hacían con el cerdito que todos los años criaban. La matanza para ellos significaba el sustento durante el duro invierno.
La puerta de la calle daba paso a una entrada grande que en ocasiones se usaba como sala de juego. Recuerdo aquellas partidas de brisca interminables que jugaban los mayores. Siempre acababan en trifulca, llamándose entre ellos tramposos. Pero al final acababan todos tomándose, tan amigos y con grandes risas, unas cuantas copitas de anís del Mono. Al fondo de esta sala, una gran puerta de color verde, comunicaba con la cuadra. Dentro estaban las vacas, el cerdito y toda la leña que podían almacenar.
Recuerdo como mi tía intentó enseñarnos a ordeñar con toda su santa paciencia, pero aquello, para mí, fue misión imposible. Esos bichos eran enormes y te miraban de soslayo de una forma muy rara, me sentía totalmente intimidada y en ocasiones me quedaba paralizada con tan solo sentirme observada por una de ellas. Eran tremendamente inteligentes y obedientes, distinguían las voces de mis tíos perfectamente.
De allí se daba paso también a un cuarto con una pila enorme, al menos a mí me lo parecía, donde mi tía lavaba la ropa y el resto nos lavábamos la cara por las mañanas.
¡Qué agua tan fría salía por aquel grifo! Lavarse la cara era prácticamente un castigo, dos dedos eran suficientes para despejarse, allí no había agua caliente; todo era tan diferente a mi casa.
En el piso de arriba estaban los dormitorios, las camas eran altísimas y los colchones de lana. La habitación de mis tíos o sala como ellos decían, era grande, con el suelo de madera tosca y al fondo un balcón que daba a la calle. Su mobiliario se componía tan solo de una cama, un pequeño armario, un baúl y dos mesillas. Debajo de la cama el imprescindible orinal.
En la otra habitación más pequeña dormíamos mi hermana y yo. Solo había una cama y colgado de la pared pendía un cuadro con la austera foto de boda de mis tíos.
En el rellano de la escalera que daba acceso a las habitaciones había una puerta cerrada con llave. Por esa puerta se subía al desván. Era un sitio prohibido para nosotras. Se accedía por una escalera que estaba muy poco iluminada, y con los escalones carcomidos y desgastados por el paso implacable de los años. Solamente podíamos subir con alguno de mis tíos. Allí arriba guardaban el heno que segaban en verano para poder alimentar a sus vaquitas durante el invierno, la Rubia y la Esmeralda. ¡Qué bien olía allí!
Aún recuerdo aquel olor a heno que impregnaba la ropa, las sábanas, las toallas, toda la casa.
Aquel desván era un lugar tenebroso que escondía peligros inimaginables y jamás me atreví a pasar más allá de la puerta, a pesar de mi innegable curiosidad infantil. Allí viviría algún duende perverso, pensaba, o quizá un ogro horrible que se comía a los niños, seguro que habría un lobo o un zorro, los mayores siempre contaban historias de alimañas que bajaban al pueblo en invierno a buscar comida. Mi imaginación no tenía límite. Ya de bien mayorcita subí a aquel desván desvencijado y comprobé que tan solo era un simple desván. Tenía una gran abertura en la parte frontal con una polea ajustada al techo para poder subir las pacas de heno, esa era la única luz que iluminaba todo el perímetro. Las paredes eran de ladrillo visto, y en el techo se podían distinguir todas las vigas que sujetaban el tejado. Este lugar siempre me hacía volver a mis peores temores infantiles, lo que me causaba bastante inquietud, para ser sincera nunca desapareció esa sensación de miedo, incluso, a veces, de sentirme observada por millares de ojillos brillantes.
A nuestra llegada al pueblo, todos los vecinos más próximos y familiares acudían a darnos la bienvenida. Era increíble la cantidad de gente que se arremolinaba en aquella cocina alrededor de la lumbre. Ellos decían vamos a Ca la Bernabea a cascar y saludar a los madrileños.
Yo me sentía muy importante, todo el mundo me besaba y me decía lo guapa que estaba y lo que había crecido, pero lo que en realidad quería era salir pitando de allí e ir a buscar a mis primos y amigos para empezar a jugar y correr mil aventuras imposibles.
Quería ir a las Losas con mi prima Aguedita a recoger manzanilla y extenderla al sol para secarla. Ir al gallinero del señor Cirilo a coger los huevos de sus gallinas. Él nos regalaba los más pequeños, siempre y cuando no le hiciésemos algún estropicio, claro. Bajar al rio con las mujeres cargadas con cestos llenos de lana y lavarla y varearla al sol. Salir por las tardes, después de comer y sentarme al sol con Rosita y mirar como bordaba primorosamente su ajuar. Hacerle los mandaos a mi tía con aquella bolsa desgastada que casi se transparentaba de vieja. Ir a llevar el cuartillo de leche a casa de Isabel, salir por las tardes a cazar grillos y lagartijas a las Peñas con toda la pandilla de chiquillos y después sentarnos en cualquier parte a leer todos los tebeos del Capitán Trueno que coleccionaba mi primo Alfonsito mientras nos comíamos la merienda.
Los días que bajaba a comprar el pan, me gustaba mucho asomarme a la ventana del señor Aquilino. Era carpintero y se pasaba el día cortando maderas, con aquella máquina infernal, entre grandes nubes de polvo y serrín. De vez en cuando mi tía me mandaba a su casa a por serrín, como me impresionaba cuando le miraba las manos, ¡le faltaban dedos! A muchos hombres del pueblo les pasaba lo mismo, todos eran leñadores o trabajaban en serrerías. En aquel entonces yo no entendí el porqué de su falta de dedos.
Allí no existían los horarios, te levantabas cuando te despertabas, comías cuando te llamaba tu tía, con el delantal remangado a pleno pulmón desde la puerta de la casa y volvías de nuevo cuando ya era de noche y totalmente derrengada, y con alguna rodilla en un estado lamentable.
Aprendí a jugar a infinidad de juegos como: la patá el bote, al aro, a las tabas y tantos y tantos otros juegos desconocidos para mí. Aprendí a reconocer a unas endiabladas plantas que crecían por todas partes, las caprichosas “ortigas”. Aprendías a la fuerza, cada vez que te rozabas con alguna de ellas estabas arriscándote durante tres días. Mi tío nos enseñó los mejores sitios para encontrar moras y endrinas, a reconocer la manzanilla y tantas y tantas cosas que desconocía por completo.
Algunas mañanas subíamos al prado con mi tío a regar las berzas y las patatas, y desde allí nos escapábamos al monte, siempre con mi tío, recogíamos moras peludas (frambuesas), arándanos y fresas silvestres que luego nos comíamos hasta reventar, con la bien consabida regañina de mi tía por ensuciarnos la ropa. Cuanto la hacíamos renegar.
Mi tía Catalina vivía en una casa grande junto a la iglesia. Tenía tres hijos, Julianín, Felipín y Rosita.
Julianín era pastor de ovejas. Era bastante alto, fuerte y delgado. Recuerdo su nariz aguileña y sus preciosos ojos verdes. Era de piel oscura y sus dientes blancos como la leche. Adoraba a los niños y a los animales. Sus perros ovejeros le seguían a todas partes. Alguna tarde cuando dejaba sus rebaños en la majada, arriba en el monte, bajaba con su yegua blanca a buscarme. De un tirón me subía a su grupa y así bien agarradita a él, me dejaba pasear por las afueras del pueblo, mientras me comía un trozo del sabroso queso que el mismo hacía con la leche de sus ovejas. Aquello resultaba más excitante que subir en cualquier atracción de feria. Jamás había estado tan cerca de un caballo.
En los primeros días de julio llegaba el momento de la siega. Salíamos de amanecida hacia los prados, los hombres primero con sus guadañas y sus carros de bueyes y las mujeres y los niños detrás con las cestas repletas de comida para el almuerzo y sus buenas botas de vino.
Los hombres segaban el heno con sus guadañas, mientras las mujeres lo recogían en haces y lo cargaban en los carros. Hacía mucho calor, la tarea de los niños consistía en dar de beber a los hombres. A la hora del almuerzo las mujeres tendían mantas sobre la hierba ya segada y disponían sus viandas sobe ellas. Qué bueno estaba todo, había chorizo, jamón, tortilla, lomo de orza y torta de aceite. Los niños jugábamos sin parar y cuando empezaba a caer la tarde, y el sol comenzaba a esconderse, era la hora de regresar a casa. Nos dejaban a todos los niños subir a las yuntas y volver a casa sumergidos en el montón de heno. Recuerdo ir mirando hacia el cielo cuajado de estrellas mientras me dejaba mecer con el paso lento y el vaivén de los bueyes y oír cómo se quejaban los carros con sus crujidos.
Un día a la semana bajábamos a la plaza y nos sentábamos, sin más, en los bancos de piedra y esperábamos a que llegase “La Exclusiva”, la línea de autobuses que llegaba desde Soria los martes por la tarde. Nos encantaba ver bajar a los forasteros que llegaban al pueblo con sus raídas maletas, que el conductor del autobús les lanzaba subido desde lo alto de la baca del destartalado autobús. Después de haber inspeccionado a los forasteros nos íbamos al bar de la plaza y mi tío nos compraba un pepinillo en vinagre gigante. Aquello era el mejor regalo del día.
Cuando se acercaban las fiestas las mujeres del pueblo tenían por costumbre reunirse y preparar las masas de las rosquillas, galletas de nata y magdalenas que luego llevábamos a casa del panadero para hornear.
¡Anda que no habré robado magdalenas a mi tía, aun a sabiendas que me ganaría un buen pescozón!
El 15 de agosto era la fiesta mayor del pueblo “San Lorenzo” las mujeres se ataviaban con sus mejores galas y vestían sus trajes típicos de Piñorrita. Había desfile de gigantes y cabezudos que yo veía agarrada tras las faldas de mi tía. ¡Pues no me daban a mí miedo esos señores tan raros! Se hacían procesiones del Santo después de la misa y por la noche le bajaban hacia el rio iluminando el camino con antorchas. La fiesta se celebraba en la plaza y había baile y zurracapote por doquier. Al día siguiente, en los prados del Cubo, se cocinaba una gran caldereta para todos los vecinos con la carne de toro que se había lidiado en una improvisada plaza de toros.
En aquellos días de fiesta todo el mundo estrenaba ropa o zapatos. A nosotras mi tía nos vistió con unos vestiditos a rayas rosas y blancas, que nos había hecho Rosita para la ocasión.
Ni se os ocurra mancharos, nos dijo, mientras salíamos de casa a toda prisa presumiendo de nuestros preciosos vestidos nuevos.
Agarre a mi hermana de la mano y nos dirigimos en busca de la pandilla. Nos encontramos con Fe, la hija mayor del Sr. Cirilo. Iba a llevar las vacas al prado de arriba. Yo eufórica al verla la pedí el palo para conducir a las vacas, pero hice muy mal colocándome detrás de ellas.
En un momento de descuido la última vaca de la fila levanto su rabito y adivinar lo que sucedió después. Llegue a casa embadurnada de una masa asquerosa marrón sobre mí y mi vestido nuevo. Mi tía al verme me agarro de una oreja, mientras me decía a gritos: _ ¡Se puede ser más tonta…!
Me metió, con vestido incluido, en aquel horrible barreño de zinc que usaba para bañarnos y con el tan temido estropajo de esparto me restregó con ganas. La bronca fue monumental, pero os aseguro que aprendí muy bien la lección. Nunca os coloquéis detrás de una vaca.
La libertad que nosotras teníamos allí, en aquel pueblecito, era inimaginable. Todo el mundo conocía a todo el mundo. No había coches por las calles, solamente alguna que otra vaca atravesando hacia los prados fuera del pueblo, siempre con su dueño “delante” guiándolas con un palo, las gallinas de las vecinas de mi tía que correteaban por todas partes picoteando todo a su paso. Como disfrutaba persiguiéndolas, si bien otras veces era al contrario y me convertía yo en la perseguida. Un perro despistado corriendo a todo correr y de vez en cuando una yunta de bueyes que subía o bajaba la calle tirando cansinamente de un carro cargado de troncos.
Había una cosa que me llamaba muchísimo la atención, el señor pregonero. Era un hombre larguirucho y desgarbado, tenía una nariz enorme y un gesto agrio. Iba de calle en calle recorriendo todo pueblo a la vez que se anunciaba con su trompetilla, siempre perseguido por toda la chiquillería a pesar de todos los esfuerzos que hacía para alejarnos. Después de hacer sonar su trompetilla se ponía muy solemne, se estiraba su chaqueta de pana marrón, se quitaba la gorra y comenzaba a leer el bando del ayuntamiento a todos los vecinos que habían acudido a su encuentro. Comenzaba así:
_ De orden del Sr. Alcalde, se hace saber…
_ ¡Aquel hombre era el telediario del pueblo!
Como veis hasta aquí nada que ver con una vida aburrida en la ciudad. Los que hayáis nacido y crecido en un pueblo quizá no veáis nada de particular, pero para mí que he nacido y crecido en Madrid os puedo asegurar que aquello fue el Paraíso.
Como no podía ser de otra manera todo lo bueno toca a su fin. A finales de agosto mis padres volvieron de nuevo en el pueblo con su coche de alquiler. Traían regalos y dulces para todos, y unas maletas vacías que no me gustaban nada en absoluto. Transcurridos unos días, mi madre y mi tía se afanaban en preparar el equipaje y llenar aquellas maletas tan sospechosas. Cuando estuvieron llenas ya sabíamos que era la hora de volver a casa.
Llegado el día, toda la familia y amigos volvían a la casa a despedirse. Todos traían chorizos envueltos en papel de periódico, nadie llegaba a despedirse con las manos vacías. Decíamos adiós de uno en uno, hasta que ya solo quedaban ellos, mis tíos, los dos juntitos, muy quietos, mirando en silencio como mi padre cargaba las maletas en el coche.
Recuerdo ver la pena dibujada en sus caras, mi tío con su pitillo apagado en la comisura de los labios y aquellos ojos de un azul intenso llenos de lágrimas, mientras sujetaba el pañuelo retorcido entre sus manos. Mi tía con su delantal recogido como un trapo y con el llanto reprimido en su gesto. Los dos atenazados por la tristeza, mientras mi hermana y yo nos aferrábamos, en un mar de lágrimas, a sus piernas. Todo eran besos y más besos y abrazos y más abrazos, y con la promesa de que pronto volveríamos a estar todos juntos de nuevo. No queríamos ni podíamos separarnos de ellos.
Cuando mi padre arrancaba el coche, mi hermana y yo sacábamos la cabeza por la ventanilla y era en ese preciso instante cuando veíamos llorar a mi tía. Mientras, los dos juntos, caminaban, cada vez más deprisa, junto al coche ya en marcha, agitando sus manos diciendo adiós. Mi hermana y yo permanecíamos pegadas a la ventanilla moviendo nuestras manitas hasta perderlos de vista, mientras les llamábamos a gritos.
Nunca podré olvidar todo lo aprendido y lo vivido en aquel hermoso pueblo, como tampoco podré olvidar nunca jamás a mis adorados tíos a los que quise a rabiar. Derrocharon a raudales toda su ternura, amor y cariño sin pedir nada a cambio. Ellos me abrieron de par en par una ventana para que pudiera mirar afuera y conocer una vida distinta, una vida sencilla y humilde, sin apenas cosas materiales, pero rabiosa e inmensamente llena de felicidad.
Paloma Sardinero