Una noche el abuelo les notificó que al día siguiente irían al olivar situado a la orilla del río a reforzar la pared de la finca, con cantos rodados, que todos los años hacía caer la corriente del río en invierno con las crecidas. Esta noticia alegró muchísimo a ambos zagales, ya que después de levantar la pared con piedras podrían chapotear en el río y, si era posible, cogerían peces para la cena, porque eran de una familia con pocos medios de subsistencia. Al día siguiente, cuando empezaba a clarear el día, se levantaron y, después de desayunar, salieron camino del río, situado a unos cinco kilómetros, montados en dos borriquillos y con la comida en los serones. Siempre iban acompañados por dos perros como animales de compañía.
Durante el camino el campo mostraba todo su esplendor y en el aire flotaba la fragancia del tomillo y otras plantas, que lucían esplendorosos colores. Al llegar a su destino descargaron a los borriquillos de todos sus aperos e iniciaron el trabajo. A media mañana pararon a descansar y a hacer un pequeño piscolabis para reponer fuerzas. Continuaron el trabajo hasta la hora de comer y, después de la comida, reiniciaron el trabajo. A media tarde y, con un sol de justicia, dieron por concluida la faena por ese día y los dos muchachos se metieron en el agua a chapotear y jugar dentro del agua con los perros, con gran alborozo de estos. El abuelo les llamó para decirles que si querían ayudarle a coger algunos peces para cenar, a lo cual ambos asintieron. Como no llevaban ningún elemento para pescar utilizaron una técnica que llaman uñate, es decir cogerlos con la mano bajo las piedras o en la orilla entre las ovas. Metiendo las manos bajo las piedra capturaron algunos peces con gran alegría para los muchachos, pero, alguna de las veces, sacaban alguna culebra de agua entre las manos causándoles un gran susto que les hacía salir del agua despavoridos. Ya con la caída del sol regresaban muy contentos a casa, tanto por el trabajo realizado, como por los peces que traían, aunque no fueran michos, y que servirían como ayuda para la frugal cena.
Al día siguiente volvieron otra vez al olivar para terminar de levantar la pared con los cantos rodados. La jornada transcurrió muy parecida a la anterior y por la tarde, después de chapotear en el agua, volvieron otra vez a tratar de capturar algunos peces. Esta vez el abuelo había llevado consigo un arte de pesca desconocido. Éste consistía en una red cogida entre dos palos formando como la boca de un embudo y terminada en una especie de bolsa del mismo material. El abuelo les explicó que tenían que moverse pateando por el río de lado a lado desde una distancia de unos metros de dónde estaba él situado. Él iría avanzado hacia ellos y ellos tenían que, a su vez, ir acercándose hacia él. Cuando ya estaba la bolsa muy llena y no se podía arrastrar se sacaba a la orilla fuera del agua y se daba la vuelta a la bolsa echando todo sobre la arena. Allí caían ovas que se habían introducido revueltas con los peces y otros animales. Había que ir abriendo las ovas y cogiendo con las manos los peces que se descubrían, hasta que aparecía alguna culebrilla que volvía a asustar a los chicos. Con este arte de pesca se capturaron mas peces y la cena sería más abundante.
Regresaron muy contentos a casa con el trabajo totalmente terminado y una gran cantidad de peces, suficientes para cenar y poder regalar a algún vecino de más confianza.
Posteriormente y por la muerte de sus abuelos Luis ya no volvió a bajar al olivar, ya que éste se había repartido entre los hijos de su abuelo y ahora eran ellos los que se encargaban de su mantenimiento.
Luis siguió bajando a pescar, en periodos posteriores, a otros lugares del río, utilizando una caña de pescar pero recordando con añoranza aquellos días de pesca con su abuelo.
Luis P.
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