No importa recordar el motivo por el cual me encontraba allí. Simplemente caminaba, algo más de prisa de lo habitual. Los semáforos, esa mañana, con precisión suiza cambiaban de color. Pasaban de rojo a verde y lo contrario, y con una señal intermitente apenas percibida, cruzábamos la avenida ordenadamente como un ejército invisible. Todos a una cruzábamos la calzada sin apenas prestarnos atención. Pues los móviles absorbían la totalidad de nosotros mismos. Y cruzábamos las grandes avenidas, influidos por nuestras prisas y a la espera quizás, de alguna buena noticia.
Aquel día como muchos otros, la ciudad amanecía, con una ingente multitud de hombres y mujeres, y también de personas sin hogar que aumentaban según el sol circundaba el perímetro de la cúpula de la iglesia, donde pernoctaban.
Pero La ciudad parecía despertar. Dominada por una extraña sensación. Cuyos síntomas parecían quedar atrapados bajo la alegre apariencia que llenaba las calles. ¡Pues eran invisible! (con esa invisibilidad que a poco que fuera; quedaba postergada a los ojos de casi todos). Porque nadie la veía. Ni siquiera se percibía. Vivía entre nosotros como algo callado y lejano. No tenía forma o apariencia sociable, que indicara ser o pertenecer; al club social de la Gran Ciudad.
Probablemente algún galeno la hubiera curado de no ser invisible. ¡Pero no!, no era posible, porque no se veía. Nadie sabía dónde vivía, ni que síntomas tenia. No había vacuna reconocida para esta oculta enfermedad.
A lo lejos, entre el tumultuoso sonido de coches y personas, me pareció ver, un hombre que caminaba y miraba acostumbrado a ver cada día, la avalancha de gente que llegaba desde todos los lados de la calle, hacia él. Había aprendido que lo mejor en tales casos, era no detenerse, y así muy lentamente, enfiló por el camino de vuelta, cuesta abajo, rumbo a los soportales de la Iglesia de San Antón, donde vivía y comía y con un poco de suerte hablaría con algún desconocido, tan sin techo como él.
Pero aquel día, los ciudadanos se habían echado a la calle, y las calles resonaban al paso apabullante de los visitantes. Con un propósito incierto y un deseo callado, que barajaba la oportunidad de hacer una buena compra ese mismo día en cualquiera de las tiendas que por azar, estuvieran de moda. Caminábamos de prisa y reíamos con el peso de nuestras fantasías, nada que indicara un cambio de rumbo.
Para entonces, el pasado y el presente coexistían bajo la mirada errática de algún vagabundo.
Todos queríamos algo de la gran ciudad, algo bonito, algo elegante, algo largamente deseado. Un motivo que quizás llenaran nuestras vidas. Fuese este el motivo o cualquier otro. Todos llegábamos a la gran ciudad, buscando ese objeto de deseo, que se iniciaba a golpe de reloj, como un latido joven, que abría de par en par las puertas del gran bazar.
Marcando las distancias entre pobres y ricos………….
Y el día comenzaba con la apertura de los establecimientos: elegantes e inmaculados, en su opulencia. Las salas de juego con el mismo sonsonete de las tragaperras anunciaban dinero fácil y los bares ofrecían sus recetas, casi siempre secretas. Cada rincón era en sí mismo una apuesta apunto, para cualquier vendedor avezado ante las demandas de los visitantes. Y Pronto las calles se llenaron de una avalancha de turistas y foráneos a punto de adquirir ese objeto de deseo.
Para entonces los semáforos indicaba prioridad sobre la calzada y todos como un solo hombre avanzábamos resueltos a nuestras citas.
Más allá, y por casualidad, me topé con un edificio a punto de desplomarse. Tan abandonado como solo son los lugares olvidados. Medio verdad y medio mentira. Colgaba un cartel que decía: cerrado por derribo. Mientras que sobre la fachada, destacaba un grafiti a modo de ahuyentar la llegada inminente de la piqueta. Que borraría la pobreza y la desidia tan poco elegante, instalada en la retina de los vecinos que la ocupaban. Con propuestas políticas, que nadie entendía…………..
Pero en la ciudad que nunca duerme. Aquel día; yo era uno más, que caminaba (con un rumbo distinto) por los lugares donde viven los sueños.
Y pronto se volvió a cerrar el semáforo, esperando todos, el próximo turno.
Pero por alguna extraña razón, volví a ver al hombre del semáforo, que intentaba cruzar la gran avenida. Logrando alcanzar al grupo de turista, que miraban embelesados la Gran Ciudad. Aquel anciano, me pareció más pequeño y encogido, que horas antes. Miraba con ojos velados el ancho infranqueable de la calle que se abría ante él, con un ritmo acelerado que frenaba sus pasos.
Y buscaba aquella banderita, a veces roja o a veces amarilla que enarbola el guía turístico, según qué casos, con la finalidad de que nadie de su grupo se perdiera (de vista). Aquella banderita representaba para él, algo parecido a una luz………………Al mismo tiempo, que su sonrisa, rescataba cientos de mañanas soleadas, sin que nadie le recordase su indigencia y su invisibilidad. Y esto hizo que se mezclase entre los turistas. Suficiente para sentir que aquel grupo liberaba del olvido toda su identidad. Y esto hizo que se mezclarse sin pensar en otra cosa, sin entender su idioma, sus diferencias culturales, ni aquel batiburrillo de sonidos guturales, que le acogían como uno más.
Porque la ciudad que nunca duerme, aletarga el sentido de pertenencia a cualquier sociedad. Y esta; no ve, ni oye. Vive agazapada en los ojos de los que miran hacia otro lado. No tiene vacuna, ni bandera, ni una nítida luz que brille, más allá…………………….
Ana Lozano. Curso 2018
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