lunes, 20 de noviembre de 2017

El peregrino III

Juan está en el primer día de peregrinación, en el tren, camino de Pamplona. Como ya les dije en otra ocasión, nada de lo que diga o piense o pueda decir o pensar Juan se podrá atribuir a pensamiento del autor de este relato. Juan se me va de las manos y dice lo que se le ocurre. Es un ser libre, bastante irónico, a veces bromista, a veces serio y filosófico. Quien me atribuya a mí, el autor, lo que Juan diga, se las tendrá que ver con su conciencia.

“Hoy ha muerto mi alma. O quizá ayer. No lo sé… Pero estoy seguro de haber captado el mensaje. No era un sueño. ¡Madre mía! Me he quedado sin alma. Me he palpado el pecho, el corazón, me he frotado las manos y nada, que no tengo alma. El mensaje es auténtico. Real como el aire que respiro. Pues nada, a tomar por culo el alma. Ahora a vivir como dios, sin alma”.

En el compartimento del tren había varias personas que escuchaban perplejas las palabras que salían de la boca de aquel hombre sesentón que dormitaba en el asiento del rincón y que estaba soñando en voz alta. Parecía un hombre normal, aunque vestido como de montañero, y tenía a todo el compartimento con la boca abierta.

—Yo creo que está delirando —dijo el hombre de al lado—. Es posible que tenga fiebre. Quizás deberíamos llamar al revisor.

—Lo que está es blasfemando —dijo una señora cincuentona—, que no dejaba de santiguarse cada vez que el desalmado abría la boca.

—Bueno —dijo un joven que estaba enfrente—, después de todo, no ha dicho nada ofensivo contra Dios, la Virgen o los santos. Oigamos a ver qué problema tiene con su alma. Quizás esté planteando un problema muy sugerente. ¿No les parece?

Y efectivamente, Juan siguió soñando y divirtiendo a todos los del compartimento que ya no le quitaban los ojos de encima.

“Y¿cómo puede vivir un hombre sin alma? El caso es que me veo igual que ayer cuando tenía alma. A ver si eso del alma es una puta fantasía que nos han metido en la cabeza de niños, y resulta que el alma es tan real como los fantasmas de los cementerios... No sé, no sé, pensaré en ello durante la peregrinación”.

El tren dio un pitido porque estaba entrando en un túnel y Juan se despertó. Miró a su alrededor y todos los ojos del compartimento estaban clavados en él, unos serios, otros un poco alarmados y los más divertidos.

—Oh —dijo Juan—. Me había quedado dormido. Disculpen, tengo que ir al baño.

Se levantó, y todos apartaron sus extremidades con extremada educación para que pudiera pasar sin rozar lo más mínimo a nadie, aquel buen hombre, al parecer sin alma, o sea, como quien dice un desalmado. Había que darle espacio. Cuando ya no podía oírles, se entabló una discusión sobre si debían o no comentarle lo que habían escuchado. El hombre joven fue el que se manifestó más interesado en tirarle de la lengua cuando volviera, a ver si tenía algo interesante que contarles sobre sus elucubraciones o meditaciones sobre el alma. Así que cuando regresó del baño fue el primero que habló.

—Perdone —dijo el hombre joven—, ha estado usted soñando en voz alta y ha dicho unas cosas que a mí personalmente me han suscitado enorme curiosidad.

—Bueno —dijo Juan—, me tienen que disculpar por soñar en voz alta. Me ocurre a veces. Lo siento.

—No, no señor, no lo sienta si es que nos ha intrigado lo que decía —dijo el joven.

—¿Y se puede saber qué decía en mi sueño? Porque mi mujer me espía todo lo que pienso a través de lo que digo cuando sueño de modo que no hay secretos posibles entre ella y yo.

—Pues no era nada referente a su mujer, era sobre su alma. Que al parecer ha perdido usted su alma. Y eso es mucho perder, eh... porque, según me han enseñado, todos tenemos un alma, que es nuestra inseparable compañera de fatigas mientras estamos en este mundo. Estamos cosidos a ella, y cuando nos morimos pues el cuerpo se pudre y el alma queda ahí inmortal, flotando por entre las estrellas, o por no se sabe dónde, para siempre, por los siglos de los siglos.

—Ah, era eso. El alma inmortal ¿verdad? Estuve leyendo algo sobre el tema hace unos días y me llamó mucho la atención. Me impresionó, se lo confieso. Y debido a esa impresión profunda que me produjo la lectura, pensé que sería bueno retomar el tema seria y detenidamente. Y como resulta que voy a iniciar el Camino de Santiago pensé que sería buen momento para preguntarme por el alma durante mi deambular por los páramos interminables de Castilla. Y, claro como os lo sueño todo en alto… les he debido molestar un poco. Han de disculparme.

—Debería usted moderar sus pensamientos, buen señor —dijo la señora—. Mira que pensar que no tenemos alma…

—Pero díganos —prosiguió el joven, ignorando la intrusión en la conversación de la señora—. Qué piensa usted del tema. ¿Tenemos alma o no? ¿se le ha muerto el alma o la ha perdido o qué? Sáquenos de dudas, que nos intriga.

—Mire usted, joven —dijo Juan, no sé cuáles son sus creencias, pero le aseguro que sean las que sean yo las respeto, si esas creencias le proporcionan a usted paz y seguridad. También espero que igualmente respete mis opiniones o creencias. Pues bien, en lo que respecta al alma, hasta hoy, tengo solamente una cosa que decirle y es “que de lo que no se sabe nada, y nunca se podrá saber, es mejor no hablar”.

E.V. Calleja

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