Septiembre creo que será una buena fecha para comenzar mi peregrinación a Santiago de Compostela. La temperatura es buena y habrá muchos compañeros peregrinos que, en caso de problemas, me echarán una mano. Así que dicho y hecho. Me voy en septiembre. Ahora hay que comunicarle a Rosa que me voy y que me voy ya.
Rosa estaba preparando la comida. Me acerqué a ella, me rasqué un poco la barbilla y como quien dice “qué buen tiempo hace”, en tono totalmente neutro salieron de mi boca las palabras que no sabía cómo pronunciar: “Mañana salgo para el Camino de Santiago”
—¿Pero cómo que mañana? —dijo Rosa—. Si se te ha metido en la cabeza que te vas a esa aventura o lo que sea, está bien. Pero no me digas que te vas mañana. ¿Cuándo te preparo las cosas? Necesitarás Ropa, comida, maletas, mochilas y qué sé yo cuantas cosas. ¿Cómo te lo voy a preparar todo en un día?
—Mira Rosa —dije yo—. Yo no necesito grandes preparativos para este viaje Pero, si eso te hace feliz, hazme el equipaje y ponme lo que creas que debo llevar. Ahora bien, ten en cuenta que voy a una peregrinación, no a una boda o a un mes de fiestas o a unas vacaciones.
Rosa oyó lo que quiso y, como siempre, hizo lo que le vino en gana. Así que se pasó la tarde sacando maletas y despojando armarios para mi peregrinación. Aquello era una sinfonía de calzoncillos, camisetas, pantalones, abrigos y cuantas cosas se le pasaban por la imaginación que serían necesarias para la lluvia, para el sol, para la niebla, para el frío, para el calor. También para los lobos, para las serpientes y para cuanto el buen Dios me echara por el camino para amargarme un poco la peregrinación. Porque Rosa pensaba que se peregrinaba para purgar pecados, y Dios no concede el perdón así como así. Según ella hay que ganárselo, y claro, se gana el perdón con sacrificio y mortificación. Y seguro que Dios me tendría preparadas unas cuantas zancadillas fastidiosas para amenizarme el camino a la vez que purificaba mi alma.
Sea como fuere, la montaña de ropa y enseres heterogéneos que me preparó Rosa no cabían ni en las dos maletas y la mochila que pensaba anexionar a mi persona. Cuando lo vi todo juntito allí en el hall de entrada casi me da un patatús.
—¿Qué hago yo ahora? —me pregunté—. Decidí que no iba a decirle nada. Por la noche me levanté sigilosamente y metí en la mochila lo que pensaba llevarme, que era sencillamente la documentación, unas mudas y un chubasquero, justo lo que cabía en una mochila.
Por la mañana Rosa estaba jubilosa y satisfecha junto al equipaje, dispuesta a hacerme cargar con todo aquel disparate. Sin duda aquello, en el fondo era su venganza tramada en el subconsciente por no dejarla acompañarme en mi peregrinación. Yo, sin más, le dí un beso de adiós, me puse a la espalda la mochila y le dije:
—Este es mi equipaje. Adiós, cariño —Ella abrió la boca y empezó a… y salí de casa.
Me fui a la estación. En el tren hasta Pamplona y allí cogería un autobús que funcionaba solo en los meses de buen tiempo y que me llevaría hasta el comienzo de mi Camino de Santiago en Saint Jean Pied de Port, en el Pirineo Francés.
E.V. Calleja
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